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Jafet Alejandro Guerrero Gutiérrez
jafetguerrero@gmail.com
Introducción
En 2010 hubo en México un total de 1.6 millones de personas con ceguera, de los cuales 90% adquirió dicha condición en el transcurso de su vida (por accidentes, envejecimiento, enfermedades, entre otras causas) (INEGI, 2013). En el presente trabajo me propongo discutir de qué manera el cuerpo se cincela históricamente como el objeto material sobre el cual aterrizan las desigualdades de clase impuestas por el modo de producción capitalista. En concreto, me referiré a la condición de ceguera a la que han sido expuestos tres varones de diferentes generaciones históricas.1 Mi reflexión parte de una conceptualización que anuda, a manera de marco analítico, nociones que retomo de la teoría antropológica, la economía política crítica y la teoría feminista. A la par, articularé información etnográfica recabada durante el trabajo de campo efectuado para una investigación previa en la capital de Puebla.2 Si bien el estudio se sitúa en una ciudad mexicana y durante una fase determinada del modo de producción dominante, sostengo que los sujetos que narran sus historias, los lugares por los que transitan, así como las relaciones que tejen con otros, no dejan de estar inmersos en conexiones globales históricas y económico-políticas (Wolf 1987).
Los ciegos como sujetos históricos de clase
Aquél viernes fue mi primera asistencia al taller de resiliencia para ciegos que impartían dos psicólogas del sistema municipal para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), en la Organización No Gubernamental (ONG) para invidentes en la que realicé parte de mi trabajo de campo. En uno de los sillones de la sala de espera se encontraba el informante al que llamaré Ignacio, “ciego adquirido” de 62 años que perdió la vista en 1989, por problemas desencadenados en una fábrica donde solía trabajar. Entonces, laboraba en la industria química, especialidad productiva en auge durante la segunda mitad del siglo XX (Estrada 1997). El dato llamó poderosamente mi atención, por lo cual no dudé en preguntar cuál era su trabajo al momento de la entrevista, a lo que contestó: Actualmente soy plomero, lavacoches y también trabajo recolectando ba… botellas de plástico para vender [risas]. El hombre iba a decir “basura” pero se detuvo para hablar de botellas de plástico, pues socialmente es menos sancionado decir eso, más aún cuando se encontraba frente a un desconocido con quien charlaba por vez primera y, no menos importante, frente a otras compañeras de la asociación. La palabra incompleta es muestra de la ansiedad de clase que vive un ex-trabajador industrial, pues su personalidad se ve corroída (Sennett 2005) al ser ahora “recolector de botellas”. La dignidad es lo que queda para preservarse a toda costa, el respeto diría el propio Richard Sennett (2003), pues la angustia de perderlo viene aparejada con el dolor de haber sido expulsado del trabajo fabril como remanente humano ciego. Quienes habitamos el mundo, a la vez que ocupamos una determinada coordenada del espacio social, bajo puntos de vista específicos que nos permiten leer la realidad, nos encontramos relacionados con respecto a otros (Bourdieu 2007). Somos para los otros, podríamos pensar, en el sentido de que nuestras acciones se refieren a otros, como bien demostró Max Weber (1964) en los albores del nacimiento de la teoría sociológica. Así lo deja ver la breve descripción anterior: Ignacio se orienta socialmente, sea respecto al entrevistador o a las compañeras de la ONG. Ahora bien, no es mi intención limitar el análisis de la vida de Ignacio a su mera interacción cara a cara con otras personas, pretendiendo solamente desentrañar el significado de los símbolos ahí presentes. Me preocupa más bien la indagación en torno a la pregunta: ¿por qué el hombre quedó ciego y cómo ello se relaciona con su condición de clase trabajadora? Es decir, mi indagación va dirigida más bien a conocer las causas histórico-políticas del actual estado de ceguera en el que vive. La clase social en tanto categoría científica, fue posicionada en el mundo intelectual por el marxismo desde el siglo XIX. Si bien la versión popularizada ha sido la de la definición de dos grandes colectivos sociales antagónicos (burgueses y proletarios), ha quedado demostrado que su utilización antropológica debe ser pensada en términos más complejos y amplios (Kalb 2015; Narotsky y Smith 2010). La clase social debe observarse en heterogeneidad, bajo contextos históricos específicos y particulares, a la vez que ocurren cambios productivos amplios y globales (Roseberry 2014). De no comprender el asunto así, su utilización resulta un tanto chata y parca, pues se pensará en automatismos y mecanicismos que no resultan fructíferos para el tejido fino que todo análisis etnográfico exige.
Me parece oportuno introducir las historias de los informantes a los que me referiré durante esta exposición. Como ya se indicó, Ignacio trabajó en la industria química, aunque previamente contó con otras experiencias laborales: en herrería, plomería, como lavacoches, luchador profesional, la industria automotriz, siderúrgica y de alimentos (véase tabla 1). Previamente, su familia estuvo ligada a la vieja industria textil poblana. Así lo enfatizó en una de las entrevistas: Mi papá era obrero textil de la Mayorazgo, San José Mayorazgo. Mi mamá era ama de casa (julio de 2016). Es un dato importante, pues la clase social a la que Ignacio perteneció desde pequeño, se vino moldeando a partir del trabajo industrial prevaleciente en la ciudad, de esas actividades que proveían de “salario familiar” tanto al padre como a la madre y a los hijos. El concepto “salario familiar” ha sido discutido amplia y vigorosamente por la socióloga feminista Nancy Fraser (2015), quien sostiene que fue un modelo de organización no sólo del trabajo sino también del orden familiar, pues suponía cierta remuneración que el varón, jefe de familia, recibía a cambio de ciertas horas de trabajo en la fábrica (capitalismo fordista), bajo el supuesto de que el ingreso servía para cumplir con las necesidades de reproducción de la vida de él (proveedor), así como de la esposa y los hijos (dependientes). Pese a ello, este régimen económico no cobijó a la totalidad de personas en todas partes del mundo pues, aunque este prototipo de ordenamiento “correcto” de las familias imperó en buena parte de Estados Unidos, no puede pensarse de manera uniforme para el resto de ese país, ni para países como México, ya que en América Latina al menos coexistió con otros tipos de regulaciones que la misma Fraser (2015) reconoce tienen que ser estudiadas para entender la diversidad del asunto. Pese a ello, podría decirse que la familia de Ignacio entró de alguna manera al modelo impulsado por el capitalismo industrial de la época, aunque se sabe que las conyuges de los maridos obreros textiles usualmente trabajaban para complementar el “gasto” familiar, con regularidad en el lavado y/o planchado de ropa “ajena”, como suelen decir algunos informantes.
Al respecto, me interesa mostrar cómo se troqueló el origen de clase familiar aunado al ordenamiento patriarcal de género y trabajo mencionado con anterioridad. Propongo llevar a cabo dicho análisis a partir de la noción de habitus en Bourdieu (2007), puesto que refiere a la incorporación de la cultura en las prácticas, según el lugar que se ocupe en el espacio social. Esa cultura incorporada actúa como un “lenguaje” por medio de “signos distintivos” que diferencian a los sujetos, ubicando a unos más cercanos y a otros más alejados entre sí (Bourdieu 2007: 21). Volviendo al caso de estudio, se ha dicho ya que las mujeres realizaban trabajo doméstico y de cuidados en su casa, pero también lavaron y plancharon para obtener cierta remuneración, actividad femenina que, junto con el salario familiar del varón, contribuyó a la reproducción social de clase. Quizás sea este habitus generizado, por nombrarlo de algún modo, el que se ha diseminado con los años, pues continúa inscribiéndose en la subjetividad de los entrevistados aunque no hayan sido trabajadores industriales propiamente. Esto hablaría de un orden patriarcal que interpela a los hombres para pensarse a sí mismos como proveedores y recibir atenciones de las mujeres, hecho que actúa como amalgama socio-histórica, a la vez de clase y a la vez de género, puesto que alimenta ideológicamente la reproducción del capital (sea éste industrial o no, adaptándose a las demandas de acumulación del mismo), así como a los cuidados de la fuerza de trabajo barata. No se nota en lo cotidiano, no se es consciente de ello pero los sujetos lo despliegan siempre que les es posible. Ese habitus, atravesado por la clase y por el género, se constituye como una pieza del rompecabezas para entender no sólo los historiales de clase de los entrevistados, sino posiblemente los de otros sujetos.
Y es precisamente dicho constructo ideológico y práctico a la vez, el que igualmente anuda el pensamiento del segundo informante, a quien llamaré Gregorio (de 53 años de edad al momento de las entrevistas). Durante las conversaciones que tuvimos, dijo haber empezado como limosnero luego de perder la vista pues se sentía necesitado de llevar dinero al hogar. Es decir, el habitus generizado del binomio hombre proveedor-esposa dependiente, aparece bajo otro esquema. Su biografía es muestra de una historia de clase amorfa y maleable (ver tabla 1). Cuando era más joven abandonó la universidad (solía estudiar contaduría pública y filosofía, esta última en un seminario). Trabajó por primera vez en una imprenta que era propiedad de su familia, alternando con la actividad de árbitro, misma que aprendió en una escuela especializada. Más tarde en un banco como mensajero, después limpió salas de cine, se involucró también en el área administrativa de una fábrica textil e incluso llegó a conducir una “combi” (transporte público colectivo). Una vez perdido el sentido de la vista, además de la limosna, alternó con un trabajo durante poco tiempo revisando toallas con sus manos (“control de calidad”) en una pequeña empresa textil que producía toallas. Propiedad de un amigo suyo, el negocio de toallas quebraría durante la devaluación de 1993-1994. Mediante este último empleo, recibió a una escueta pensión de $1,500.00 mensuales, que actualmente le sirve para reportar ingresos al hogar. Cabe mencionar que Ignacio también recibe pensión por un monto similar. Por otro lado está Daniel, un hombre de 48 años de edad que dijo haberse dedicado desde muy chico al futbol. Fue captado rápidamente por “Los Lobos de Tlaxcala”, equipo de segunda división. Pronto fue ganando buen dinero según declaró, aspecto que le llevó a entregarse a excesos, así les pasa a los futbolistas, declaró. Rápidamente desarrolló adicción al alcohol, evento que marcaría el final de su vida como jugador profesional. Ello lo llevó a quedar ciego pues, sin tener conocimiento al respecto, ingería excesivamente bebidas alcohólicas adulteradas. Cuando le conocí, pedía limosna en las calles de la ciudad, vivía en un cuarto de una vecindad cercana, y mantenía un vínculo de unión libre con una “ex-monja”, según declaró. Es preciso mencionar aquí que Ignacio y Gregorio están casados y viven con sus esposas.
Las tres historias brevemente reseñadas, implican formaciones de clase de gran complejidad no uniforme. Pertenecen a sujetos que han sido estructurados por las demandas del modelo de producción capitalista. Si bien la clase social se define fundamentalmente a partir de quienes poseen y quienes no poseen los medios de producción, es también cierto, como se ha podido apreciar, que se simboliza y se diversifica según situaciones concretas en lugares específicos (Roseberry 2014), por lo cual se produce y re-produce permanentemente a través de una amplitud de referentes sociohistóricos (Kalb 2015). Así, la clase social se troquela en torno a lo material y a lo simbólico al mismo tiempo (Mintz 1996). Al respecto de las trayectorias etnográficas de los informantes que aquí retomo, es posible decir que en su juventud los tres varones formaron parte del ejército industrial de reserva estudiado por Marx (1999), mismo que suele adquirir multiplicidad de formas a lo largo del tiempo, pues al ser parte de las poblaciones sobrantes para el capital, muta constantemente, a capricho de las circunstancias históricas estructurales y de los vericuetos biográficos. Sin embargo hoy, envejecidos, ciegos, enfermos y degradados, son arrojados a actividades consideradas “altruistas” (por ejemplo la ONG o ciertas instancias de gobierno como el DIF) o de limosnas callejeras (como implorar al transeúnte dinero, lavar coches o recolectar basura, entre otras), sobreviviendo en el pauperismo que conforma “[…] el asilo de inválidos del ejército obrero en activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva” (Marx 1999: 546). Los sujetos ciegos mencionados han devenido clase social trabajadora degradada, subjetivada a partir del disciplinamiento que ha impuesto el discurso de la discapacidad. Arribado a la escena local hace aproximadamente dos décadas, dicho discurso adviene del ámbito internacional 3 con una carga centrada en el individuo que es portador de la discapacidad, descuidando el enmarañado entramado de relaciones sociales que le producen y rodean. Así, formulo que la discapacidad forma parte de la serie de categorías multiculturales y neoliberales del reconocimiento de la diferencia de clase, que operan para beneficio de la extracción de riqueza en la actual fase flexible del modelo de acumulación (Fraser 1997, 2015; Smith 2011). Emplear a estas personas transfiere valor a las empresas pues, además de ser fuerza de trabajo disciplinada, dispuesta a recibir salarios más bajos que el resto de la población, funciona como actividad altruista que el Estado retribuye a los propietarios particulares por medio de la exención de impuestos.
Es así que sucede una transformación que aquí interesa. Históricamente el capitalismo fordista (Fraser 2003; Harvey 2008) privilegió a las masas para implementar regímenes específicos de organización del trabajo, tal es el caso del entrevistado Ignacio, quien fue captado por diversas industrias en ascenso en la Puebla post-textil. Por otro lado, en el neoliberalismo, el capitalismo se ha vuelto selectivo (Smith, 2011) y será su tarea exaltar las diferencias en las identidades para sacar provecho de la fuerza de trabajo a bajo costo, tal como es el caso de los llamados “discapacitados visuales”. A este respecto, podría pensarse que las ONGs especializadas también hacen uso de su fuerza de trabajo, aunque muchas de las veces sin recibir pago alguno a cambio del tiempo que estos sujetos prestan por sus servicios. Tienen lugar así ciertos sujetos de clase, como lo son los casos etnográficos reseñados en este trabajo (no sólo el de Ignacio, sino también el de Gregorio y Daniel) pues, por paradójico que resulte, el modo de producción estableció procesos que les condujeron a la ceguera en tiempos de su voraz expansión. Hoy no les queda más que apelar al reconocimiento de su “discapacidad” para que el otro se conduela, les quiera dar algo de dinero o algún donativo en especie.
La ceguera como precariedad en el cuerpo
Tal como sostiene Karl Marx (1999), la reproducción de la fuerza de trabajo en el capitalismo está doblegada ante la fuerza del propio capital. Su separación es inevitable mientras se reproduzca dicho modo de producción. En otras palabras, una cara de la moneda no puede pensarse sin la otra, o lo que es lo mismo: los sujetos encarnan al propio capital, al tiempo que éste les configura. Como diría Colette Soler, filósofa y psicoanalista francesa: “No hay que sorprenderse que en el capitalismo, los sujetos hablan y actúan los valores del capitalismo” (Soler 2015). Lo mismo ocurre con los cuerpos de los trabajadores pues su estado, en determinado momento del ciclo de vida, adquiere el estatus de prueba del paso del tiempo de las fuerzas productivas sobre ellos. Decaídos, enfermos y ciegos, el dolor y el sufrimiento han sido la huella temporal que ha recaído sobre Ignacio, Gregorio y Daniel. Es amplia la literatura que ahonda en el tema del cuerpo como objeto cultural. Un antecedente de gran relevancia para los estudios antropológicos del cuerpo, es el trabajo clásico de Marcel Mauss (1971), quien en 1934 acuñó la noción de “técnicas corporales” para aludir al movimiento y uso del cuerpo que se adquiere diferencialmente, en diversas sociedades y a partir de costumbres cultuales que le moldean para determinados fines, como el deporte o la milicia, por mencionar dos ejemplos. No obstante, ya desde el siglo XIX se observaban ciertos efectos que acaecían en los cuerpos de la clase trabajadora inglesa, tales como enfermedades propias de ciertas actividades industriales, desnutrición e incluso muertes o envejecimientos prematuros (Marx 1999). Es precisamente esta problemática la que me interesa retomar para entender el estado corporal de los ciegos, sin menospreciar la dimensión cultural práctica propiamente dicha que otros autores han contribuido a desarrollar posteriormente (Bourdieu 1986; Esteban 2013; Muñiz 2014).
Siguiendo con esta discusión, me aproximo al tema corporal a través del concepto de precariedad,4 concretamente tomando como punto de partida los trabajos de la filósofa Judith Butler (2006, 2009, 2010). Para Butler (2010), precariedad tiene que ver con la misma fragilidad de la vida humana, pues implicaría de por sí una existencia endeble, proclive de enfermar o morir, por ejemplo. No obstante estos daños en la vida misma pueden potencializarse por causas políticas. Es decir, estará más propensa a padecerlos una persona con cierta identidad, o con cierta desventaja de representación respecto a los otros en el mundo social. Apoyándome en la propuesta de la autora, diré que las de los ciegos se tratan de “vidas precarias”, puesto que su “[…] propia supervivencia [… puede] ser determinada por aquellos a los que no [… conocen] y a los cuales no [… pueden] controlar de forma terminante” (Butler 2006: 43). La fragilidad mencionada se exacerba en razón del deterioro de las condiciones de existencia, siendo el altruismo y las limosnas (dádivas monetarias o en especie) un ejemplo que encuentro en ese sentido. Dicho así, “[…] la precariedad parece centrarse […] en aquellas condiciones que amenazan la vida y la hacen escaparse de[l] […] propio control” (Butler 2009: 322). Esta politización conceptual explicaría que ciertos segmentos poblacionales estén más expuestos a la precariedad, a diferencia de otros: “El «ser» del cuerpo al que se refiere esta ontología es un ser que siempre está entregado a otros: a normas, a organizaciones sociales y políticas que se han desarrollado históricamente con el fin de maximizar la precariedad para unos y de minimizarla para otros” (Butler 2010: 15). La minucia conceptual de Butler, así como el poder de sus formulaciones, son internacionalmente conocidas. Encuentro en sus planteamientos una gran lucidez académica. No obstante, no dejo de cuestionar ciertos de sus referentes. En tal sentido, coincido con Gavin Smith (2011), antropólogo que sugiere que, aunque el trabajo académico respecto a la precariedad en Butler es fructífero para analizar el asunto, al tiempo necesita nutrirse del materialismo histórico a fin de no caer en un análisis meramente representacional de la precariedad y, por el contrario, incorporar la dimensión material al mismo.
Mi propuesta es enriquecer la idea de precariedad política en Butler, recuperando los aportes de Nancy Fraser (1997), quien a su vez se posiciona desde la tradición del feminismo marxista. El diagnóstico contemporáneo de Fraser (1997, 2015) apunta acertadamente el predominio hegemónico del reconocimiento de la diferencia en el ámbito de la justicia, de raigambre multicultural. Vale recordar que es este el contexto en el que actualmente se mueven los ciegos entrevistados para esta investigación, pues se constató que con frecuencia son interpelados permanentemente a partir del discurso que encabeza el mote culturalista de “discapacitado visual”. No obstante, estas políticas del reconocimiento, bastamente movilizadas en el neoliberalismo, hay que decir, son insuficientes para estudiar la complejidad de la desigualdad imperante en la actualidad (Fraser 1997). La desigualad no tiene que ver solamente con la representación, el reconocimiento, lo simbólico y discursivo, sino que igualmente se objetiva en lo tangible, lo palpable, lo corpóreo, en lo material. De ahí que el pensamiento de Fraser resulte de gran utilidad para ampliar la noción de precariedad bajo la lupa de la crítica al capitalismo. Ahora bien, ¿cómo articular esta noción de precariedad en el cuerpo, con las historias etnográficas tratadas aquí? El primer aspecto que debe someterse al análisis, es el hecho de que los tres varones perdieron la vista por razones ligadas a sus actividades laborales. Ignacio lo narró de esta manera:
“Así empezó mi problema. Trabajaba en una industria química aquí en Puebla. Entonces, sufrí un accidente. El trabajo que tenía era de menear tarimas, agregar productos químicos. Yo creo que ya venía disminuyéndome la vista pues no vi una tarima al lado y me caí. ¡Y que me lo voy a la boca de un reactor! Así se llama, o sea teníamos una hilera de materias primas para hacer los productos. Entonces me caí, me accidenté, me incapacitaron, me vio el doctor y me dijo que ya no iba a poder trabajar porque iba a quedar ciego. Todo se desencadenó por el accidente, hasta me pegué en el cuerpo, me doblé la mano y me enyesaron. El doctor se dio cuenta que me iba a quedar ciego por los exámenes que me empezaron a hacer: que si de la vista, que si era yo diabético, no pues nada de eso. Entonces ya les fui diciendo que yo de joven fui herrero, plomero y soldador, entonces le decía yo que si no era por eso, por la soldadura. Me dijo [el doctor] que no. De ahí ya empezó mi martirio. Perdí la vista y ya no salía yo. Me quedé sin hacer nada, me dediqué a tomar [alcohol]” (Ignacio, 62 años, julio de 2016). El riesgo al que Ignacio estuvo expuesto en el trabajo industrial lo condujo a perder la vista. Como él mismo menciona, todo se desencadenó por el accidente. Resulta interesante que él mismo asocie otras posibles causas de su ceguera, ligadas también a la propia experiencia de clase. Muestra de esto son sus preguntas al médico respecto a la posible relación del daño visual con su antecedente como herrero y soldador. Además de eso, al momento de la entrevista el hombre dijo padecer otras cosas en el cuerpo ligadas, según mis observaciones, a su historia laboral misma. Al respecto, comentó:
“Tengo la gota, del ácido úrico, a raíz que tomaba yo mucha cerveza y mucha carne, me hizo daño. Me duelen los huesos, o sea, cuando como carne o tomo cerveza, se me hinchan los pies y las rodillas, y ya no me dejan caminar. ¡Da un dolor!, que ya no puede uno caminar. Me lo atiendo controlando los alimentos, no como frijol, lenteja, huevo, ni tomo cerveza. Y pues con medicamento” (Ignacio, 62 años, julio de 2016). Cuando quedó ciego, Ignacio perdió su trabajo. Lo pensionaron con una cantidad raquítica por debajo de lo que era su salario. Se deprimió y, como él mismo indicó, “me dediqué a tomar”. Así pasó varios meses según me contó. Por ello, no es de extrañar el hecho de que se le haya desarrollado “gota”. 5 Es decir, el deterioro del cuerpo se liga a la precariedad de clase. Así también ocurrió con Daniel, quien se entregó a unos dramáticos excesos de alcohol que más tarde le dejarían ciego: “uno de futbolista no mide los excesos”. Además, años más tarde desarrollaría una enfermedad llamada sinovitis (inflamación de la membrana sinovial) que le provoca hinchazón de una de sus rodillas y la constante de ligamentos y cartílagos. Según se sabe, puede ser causada por traumatismos (golpes). En el caso de Daniel, muy probablemente los que recibió durante su corta carrera como futbolista de segunda división. Por otro lado, los padecimientos que enfrenta Gregorio han sido producidos por las condiciones de desigualdad de clase a las que se ha visto sometido, bajo un contexto de precariedad también. Su ceguera se originó a raíz de una cisticercosis causada, según sus palabras, por comer en la calle cemitas de carne de puerco. La infección parasitaria contribuyó a la degeneración del globo ocular pues el animal le carcomió algo de los órganos visuales, según comprendió del diagnóstico que le dio el médico. Vale recalcar que dijo que comía cemitas en la calle cuando era chofer de una unidad del transporte público, pues no le daba tiempo de comer otras cosas más elaboradas. Al problema de ceguera se han sumado: diabetes, hipertensión, hidrocefalia, disfunción eréctil, obesidad y problemas biliares. Estas condiciones de sufrimiento cotidiano, derivadas de agudos problemas de salud, son condiciones maximizadas en los sectores más empobrecidos (Kleinman 1997), no sólo porque están más expuestos a la vulnerabilidad y la violencia (Butler 2004) sino porque, históricamente, no se encuentran en condiciones de acceso propicias a servicios de salud de calidad (Farmer 2004).
Comentarios finales
Hasta aquí, se ha puesto en evidencia que la ceguera puede llegar a constituirse como un producto de la precarización de la vida que provocan las desigualdades que promueve el capitalismo. La pérdida de visión es tan sólo un ejemplo de las formas precarias que adopta la carne humana, ya que persisten otras bajo el actual régimen de acumulación: enfermedades crónicas (renales, hipertensión, obesidad, diabetes, entre otras), accidentes laborales, golpes y raspaduras, desnutrición, burlas, escarnios y descalificaciones, desgaste y cansancio, vergüenza de clase al sentirse degradado, diálisis derivadas de problemas en los riñones, huellas de adicciones por consumo de alcohol, o de bebidas endulzadas artificialmente como la Coca-Cola, así como riesgos de morir por un endeble acceso a sistemas de salud amplios y de calidad. En tanto fuerza de trabajo doblemente degradada (por su origen de clase familiar y a partir de su ceguera fisiológica), los ciegos precarizados han atravesado por trabajos momentáneos a través de los cuales las fuerzas productivas les han empleado. No obstante, han sido desechados también por largos periodos de sus vidas, situación que les ha conducido a la dependencia de limosnas y “apoyos” de programas tanto de ONGs como de instituciones públicas, todo esto sostenido por el discurso de la “discapacidad visual”. La experiencia de clase de los entrevistados deja ver que el capital ha hecho de las suyas en sus cuerpos, pues han sido sujetos sistemáticamente expuestos a vivir riesgos y desgastes vertiginosos que les han conducido, entre otras consecuencias, a perder la vista. Anudado a las condiciones materiales de existencia, la desigualdad de género y las descalificaciones simbólicas que socialmente les marcan y degradan, se nota significativamente que su corporalidad ha entrado en una especie de espiral que se erosiona día con día. Estas precarizaciones corporales se maximizan en el neoliberalismo, pese al avance de la ciencia y con ello la posibilidad de optar por formas de vida saludables, como la Organización Mundial de la Salud (OMS) promueve, a través del discurso individualizador de los “estilos de vida” (OMS 2017). De tal suerte que el capital neoliberal flexible logra acumular más riqueza a través de una explotación extensiva e intensiva de los cuerpos proletarios que ya no se logran identificar como trabajadores. Parte de ello lo consigue con base en el discurso del multiculturalismo: el reconocimiento de las identidades, la promoción del individuo como gestor de su propia vida, el discapacitado respetado y capacitado laboralmente, entre otras perversidades.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]
1 Concretamente haré alusión a relatos de informantes hombres. Aunque en ocasiones se haga referencia a su relación con otras mujeres (ciegas o no), he decidido no incluir las narraciones de ellas en este capítulo puesto que las diferencias de género son notables, y habría que llevar a cabo un análisis minucioso al respecto en otro espacio.
2 El proyecto mencionado fue realizado para obtener el grado de maestría en antropología sociocultural, y llevó por nombre: La dependencia y el bastón. Precariedad, cuerpo y género entre sujetos ciegos de la Puebla neoliberal (2018). El trabajo de campo se efectuó entre 2015 y 2017. Cabe aclarar que, tanto la inmersión con los informantes (2015), como el cierre de dicho proceso (2017), fueron etapas breves y esporádicas, ora para tejer el tema inicialmente, ora para corroborar determinados datos hacia la culminación de la investigación. Así, las estancias profundas en el terreno de los hechos, a lo largo de todos los días y en buena parte de horas de los mismos, tuvieron lugar durante los meses de junio, julio, agosto y septiembre de 2016.
3 Ha sido promovido principalmente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) desde finales de la década de 1970 (Naciones Unidas, 1993).
4 “Las palabras precario y precariedad tienen una larga historia. Luego de su etimología que le da el mismo origen de plegaria, del latín precarius, la palabra precario ha conocido múltiples acepciones, tanto como adjetivo y sustantivo, o como agregado al vocabulario corriente y al derecho. Hace alusión a la idea antigua de obtener una cosa por plegaria, aunque la acepción moderna de precariedad, reenvía principalmente a aquello cuya duración y solidez no está asegurada, sino que se halla unido a lo inestable e incierto, a aquello que es corto, fugaz o fugitivo, así como a lo que es delicado y frágil” (Cingolani, 2015, p.49, cursivas en el original).
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