Cuento: La caída

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Por María Gabriela González Gutiérrez

Sabía que esta vez no se trataba de una pesadilla, por eso buscó salvarse. Intentaba rezar, pero involuntariamente mezclaba al padrenuestro invocaciones demoníacas y blasfemas. Quería que los santos lo socorrieran, mas su boca solamente barboteaba sonidos incomprensibles, frases equívocas y oscuras que él no había pensado. Se quedó quieto, agudizando los sentidos y aferrándose a la voz interior que aún le permitía, precariamente, asirse a este lado de la realidad antes de caer al otro lado del caer. Su cuerpo, desde hacía varios meses, era un entretejido de extrañas sensaciones que de un momento a otro podían transportarlo a la más sublime de las voluptuosidades o sumirlo en la más desesperante angustia. Ahora estaba suspendido en una especie de limbo, en una línea perdida del tiempo.

Cada vez que intentaba dormir, recurrentemente y de manera inevitable escuchaba una antigua canción que narraba el infeliz destino de unos niños que al jugar cerca de una planta de beleño habían entrado en un estado cataléptico del que ya no regresarían:

Beleño, beleño…
De negro nuestros corazones tiñe
Lo amargo es dulce
Y lo que es no es.
Dos querubes dormitan abrazados
en este bosque umbrío
donde siempre es nunca
y nunca es siempre.
Beleño, beleño
del bosque encantado
nadie escapará…

Su abuela solía cantar la tonadilla que acababa de oír; lo hacía con una voz delicuescente que de manera indefinida rebotaba
y prolongaba su sonido en las vidrieras. Deseó volver a verla sentada como siempre en su mecedora, regañándolo o contándole un cuento, con su gesto de infinita tristeza.

Repetidamente pasó del estupor de saberse atrapado en una pesadilla a un ambiguo sentimiento de paz y tranquilidad, aunque intuía que este nuevo estado sería transitorio. Recordó con dolor la promesa incumplida de cuidar la tumba familiar, de llevarle flores a sus muertos y de tenerlos en su mente como una presencia amorfa y enigmática, porque la muerte es siempre la muerte de los otros; siempre ajena y siempre lejana… Por esa sencilla razón no había querido saber en qué sitio estaban enterrados sus padres y sus hermanos, como tampoco había querido hacer un esfuerzo especial para rememorar la canción de los niños atrapados en un sueño eterno. Sin embargo, para bregar con la culpa y ahuyentar las visiones inquietantes que tenía, se decidió a visitar el camposanto, de modo que ahí estaba, sintiéndose pequeño ante la solemnidad del cementerio, admirando la fantasmagórica teatralidad de los ruinosos mausoleos, la mayoría de ellos cubiertos de lama, hiedra y yerbamala. Le parecía desconcertantemente hermoso el color rojizo de las veredas que, al bifurcarse sin orden alguno, conducían hacia todas las lápidas y a ninguna en particular.

Ignoraba en qué momento se volvería a despertar, porque tampoco tenía la certeza, como hacía algunos minutos, de estar dormitando desde el centro oscuro de un mal sueño.

El acompasado vaivén del ramaje de los brezos, por el arrullo del viento vespertino, insuflaba el ambiente de una tibia serenidad.

Andaba y desandaba sus pasos de una lápida a otra, de manera azarosa, desesperanzado por no hallar ninguna inscripción donde leer su propio apellido, o donde deletrear el nombre de su padre y su madre. Se sintió huérfano, como si no lo hubiese sido desde que vio por primera vez su rostro en el espejo.

Le llamó poderosamente la atención la figura de un ángel que custodiaba una vetusta tumba, debido al realismo con el que había sido esculpido el mármol. En los delicados pliegues bajo sus párpados el sereno se había acumulado, lo que confería a la estatua la apariencia de estar llorando. Los relieves de la túnica hacían juegos de luces y sombras en aquella hora en la que el Sol, rumbo al cenit, coloreaba el cielo de magenta.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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